viernes, 31 de octubre de 2014

Mayo de 2042

            Desde la ventana podía ver el océano, inmenso y agitado, su fuerza me inspiraba y me recordaba mi humilde condición. A lo largo de la tarde fui viendo cómo las nubes de tormenta se acercaban precedidas de una lluvia fina y ráfagas de viento.

            Cuando cayó la noche, una calma tensa cubría la ciudad; era incluso poético. Bajamos al aparcamiento y nos subimos al coche, intercambiamos una pocas palabras mientras nos movíamos por la ciudad. Apenas tres minutos de recorrido. Pasamos bajo el paseo del puerto deportivo y salimos al otro extremo en una calle que subía en curva, dejando a mano derecha los barcos de recreo. Giramos a la izquierda entrando en el casco antiguo de la ciudad y pasamos cerca de una plaza. Las calles estaban desiertas por la amenaza de lluvia y todos se refugiaban en los pubs de la zona. Detuvimos el coche junto a una iglesia románica del siglo XII, ahora transformada en una vulgar discoteca; permanecimos allí aparcados hasta que se llenó de gente.

            Era el momento que habíamos esperado. Nos bajamos del coche y sacamos del maletero un par de viejos fusiles. Hace treinta años fueron revolucionarios; ahora, como nosotros que nos negamos a implantarnos, están simplemente desfasados. Nos acercamos a la puerta, amartillamos las armas e intercambiamos miradas. En ese momento comenzó la tormenta, de gotas grandes y abundantes, riadas por las calles y con espectaculares rayos sobre el océano.

            Acomodé el arma al hombro y entramos. La música había comenzado hacía más o menos una hora. El local estaba lleno de esa gente que había destrozado su cuerpo con máquinas; ya daba igual, estábamos allí para corregir su error.

            Apretamos el gatillo. El supresor del arma sonaba como un asmático jadeando. Disparamos y disparamos para redimirlos. Lo logramos.

lunes, 27 de octubre de 2014

Diario de aventura

Diario de aventura

            Yo, Arem Holf, me comprometo a que todo lo narrado aquí es veraz y, si algo falta a ello, es porque he sido víctima de un engaño o mala interpretación de los sucesos.

Cuarta jornada

            Volviendo hasta la actual sede del gremio de aventureros sin más compañía que mis pensamientos y mi caballo me puse a pensar acerca de si realmente este sendero de noches al raso, difíciles decisiones y peligrosos combates me llevaría a cumplir mi principal objetivo, derrotar a la princesa Brundir con el bastón. La verdad es que cuando hice noche en Greenhill, ahora algo más tranquila, durante mis oraciones pude sentir cómo mi conexión con Tyr había mejorado notablemente, así que esa noche tomé la decisión de continuar en el gremio.

            Una vez me hube reunido con mis compañeros formamos un nuevo equipo: Harald, Ausente y un recio highlander que se nos quiso unir. Alguna clase de veterano de guerra, esa clase de guerreros que como única armadura viste su kilt, cargado con cuatro espadas —dos de ellas a la espalda, algo que las vuelve inaccesibles— respondía al nombre de Kincaid Bannerman —de no ser por sus reseñables dotes como guía evitaría el uso de su nombre como vine haciendo hasta ahora—.

            Tras algunas deliberaciones pusimos rumbo al reino de Enor —hogar de mi familia materna— pero para poder alcanzarlo deberíamos cruzar las peligrosas arenas de Dumar, un desierto árido que se extendía hasta los pies de nuestro destino, la fortaleza conocida como “la Última Esperanza”, nombre ganado tras la lucha con el dragón rojo. Fue en estas tierras donde Kincaid demostró sus habilidades como guía.

            La ultima noche de nuestro viaje fue la más peligrosa, dos caimanes de las arenas —criatura de la que desconocía su existencia— trataron de acecharnos, pero, como ya dije, Heindall había concedido un gran oído a Harald que nos alertó a tiempo. El combate fue encarnizado, las bestias cubiertas por una gruesa piel parecían inmunes a nuestros filos e hirieron de gravedad a todos mis compañeros; algunos llegaron a perder el sentido por el dolor. Por fortuna Tyr, siempre justo con los valientes, nos concedió una victoria —ajustada, pero merecida—. Conservando el resuello necesario, y de nuevo por la gracia de Tyr, pude sanar las heridas de mis valerosos compañeros.

            Alargando el último tramo del viaje llegamos extenuados a “la Última Esperanza”, donde los Guardias Grises —quienes hacen el trabajo sucio de Heironeus— nos dieron asilo. Al día siguiente, con nuevas fuerzas y ya libres de la arena del desierto, solicitamos acceso a las ruinas élficas.
Confiado por la reciente victoria, y pensando que mis oraciones diarias serían suficientes, nos adentramos en un lugar en el que incluso los estoicos Guardias Grises se cuidan de entrar.

            No me resulta fácil explicar lo que allí vivimos. Debíamos avanzar iluminándonos con linternas y hechizos de luz, las trampas nos esperaban a la vuelta de cada esquina y Kincaid —que encabezaba la marcha— fue golpeado por lanzas surgidas de la nada, rocas desprendidas del techo y probablemente algo más que no supe identificar. Así alcanzamos una serie de estatuas; representaban guerreros elfos de un clan que perdió la cordura tratando con entes de otras dimensiones.

            Los pisos subían y bajan sin sentido, en uno de ellos un estanque de agua escondía un anillo mágico, el tesoro nos alentó y continuamos hasta topar con un cofre. Supongo que ninguno lo vio venir, pero cuando Ausente se dispuso a abrirlo, reveló su verdadera forma. La tapa era, en realidad, fauces que masticaron al sirviente de Pelor y el barniz una dura resina que adhería las armas con las que lo golpeábamos.

            La fuerza del highlander, la astucia de Harald y mi acero lograron dar muerte a semejante abominación. Por segundo día consecutivo los dones de Tyr cerraron las heridas de mis compañeros, especialmente de Ausente que había sufrido terribles laceraciones y sangraba profusamente. La oscuridad de aquel lugar evidentemente impedía que Pelor cuidase de su pupilo; solo un dios recio como Tyr u Thor lograba penetrar en los horrores de aquel lugar.

            Así alcanzamos una gran sala donde diferentes estatuas de guerreros elfos portaban armas mágicas y alguna clase de diadema, mágica también. A partir de aquí todo fue a peor; nos topamos con una puerta cerrada de la que surgía un ojo que con su sola mirada envolvía en llamas a todo lo que se moviese. En otra sala unos símbolos de Pelor falsos se tornaron en tentáculos de sombra que trataron de golpearnos, pero esto solo era el inicio.

            Guiados por el lamento de alguna criatura nos adentramos en las profundidades de aquel lugar, el suelo cedió bajo nuestros pies y dimos de bruces con un cementerio de una criatura enorme donde era de día. Lastimados, nos las apañamos para subir; entonces el lamento se volvió cada vez más fuerte. Surgiendo a través de las paredes —como si de un fantasma se tratase—la criatura nos fue robando la fuerza de nuestros brazos y piernas.

            Debía ser consciente de que Tyr me protegía, pues me tomó como su principal objetivo. Casi sin aliento, la persecución nos hizo perdernos en aquel lugar. Exhaustos, y al carecer de un arma capaz de herir a la criatura, hubiera preferido retirarme para que nos reagrupasemos, pero Kincaid prefirió hacerle frente, pues él se había apropiado de una de las armas mágicas. Desorientados, encontramos una estatua de la que surgían los lamentos; tras ella, un árbol se elevaba desde unas raíces de piedra .

            Dispuse mi maza y justo con Kincaid la hicimos sangrar —pues aquello era carne y piedra a la vez—. Mis compañeros fueron atacados por aquella criatura etérea que ahora tomaba forma física; utilizaba la fuerza que nos robó y de tan solo un golpe dejó fuera de combate a Ausente y de otros dos a Harald. La lucha que siguió fue realmente encarnizada; Kincaid, poseído por una furia ciega y yo, por las ansias de venganza, le dimos muerte.

            Tyr, alabado sea, con un último hilo de energía me permitió estabilizar a mis compañeros que se desangraban en el suelo. Mientras, Kincaid supo abrir un cofre del que rescató unos pergaminos, entre ellos y por pura fortuna —obra de Hermod, sin duda— uno con el que pude recuperar mis fuerzas. Me eché a Ausente a la espalda, ya que permanecía inconsciente, y comenzamos a buscar una salida.

            Aquel lamento volvió otra vez sobre nosotros, pero logramos eludirlo alcanzando la salida de aquel lugar tan caótico. Una vez fuera de él los Guardias Grises atendieron las heridas de mis compañeros, ya que por obra de la divina protección de Tyr yo estaba en perfectas condiciones; cansado, algo magullado y cubierto de suciedad, pero sano como antes de entrar.


            Sabiendo que sería una falta de respeto hacia Heironeus —y un hombre debe cuidarse de ofender a los dioses, aunque estos no sean tan fuertes como su mentor— busqué un lugar donde poder orar en agradecimiento a Tyr. Es por él por lo que sigo vivo, por él que Hermod se molestase en colocar aquel pergamino y por él que mis armas fueran precisas en la batalla.

Nota: La idea original, así como los personajes que no son Arem no me pertenecen. Esto la adaptación de una partida de rol.

domingo, 26 de octubre de 2014

Fuerza

Cuando el cuero y la goma,
castigan el asfalto.
Cuando lo peor del hombre,
nos hace fuertes.
La razón nos acusa,
de animales.

sábado, 25 de octubre de 2014

Dolce Vita, centro comercial

            Cristal, acero, hormigón y luces de neón. Así nos ha tocado vivir, no hace tanto que todo estaba más disperso, menos aglutinado.
            —No creo que sea el momento de un discurso sobre lo alienados que estamos —el joven sargento daba un último vistazo al dossier de la misión.
            —Con tu edad no operábamos en los cascos urbanos, han sido diez largos años —la mayor comprobó de nuevo su equipo—. Revisa siempre dos veces el material.
            —Ya lo sé, vamos a necesitar unos limpiaparabrisas en las gafas, esos viejos centros comerciales están llenos de goteras y ha llovido por la mañana —bromeó operario de pelo rubio.
            —La gafas tienen una película que hace que el agua se deslice rápidamente —le corrigió el operario moreno.
            —Dejadlo, estamos llegando —la mayor amartilló su arma.

            El transporte se detuvo tras el cordón policial y la escuadra se desplegó. Entraron por un punto ciego de las viejas cámaras de seguridad y avanzaron en sigilo por los pasillos abandonados del centro comercial. En lo que había sido una tienda de muebles, los terroristas —o supuestos terroristas, hacía tiempo que esa diferencia no era importante— habían echo su acuartelamiento y retenido allí a los rehenes.

            —Recordad, ráfagas cortas y controladas — dijo la mayor antes de llevar su dedo al gatillo—. ¡Asaltad!

            El tiroteo duró unos pocos segundos y la operación algo menos de veinte minutos, la mayor parte de ellos caminando por los pasillos desiertos, llenos de suciedad y goteras. Volvieron a su transporte dejando cadáveres e inocentes confusos aún atemorizados por sus secuestradores.

            —Cristal, acero, hormigón y luces de neón. Así nos ha tocado vivir, teniendo las llaves del paraíso y prefiriendo usarlo de estercolero. No hace mucho, la gente creía que la tecnología nos salvaría.
            —Hoy nos ha protegido, mayor.
            —¿Tú crees, sargento? 

lunes, 20 de octubre de 2014

Diario de Aventura

            Yo, Arem Holf, me comprometo a que todo lo narrado aquí es veraz y, si algo falta a ello, es porque he sido víctima de un engaño o mala interpretación de los sucesos.

Tercera jornada

            Conscientes del problema que suponía haber liberado a un cambia formas de su prisión, los cuatro norteños —Mudo, Scalda, Elegido y yo, Arem— espoleamos a nuestros recios corceles por las empinadas lomas de Orenheim y sus fríos caminos hasta alcanzar Crossroads. Para quien lo desconozca, Crossroads es una ciudad rodeada de barriadas formadas con viejos carromatos transformados en casas; esa parte de la ciudad parece temporal a primera vista. Tras sus murallas la configuración es propia de un centro con mucho trafico comercial.

            Esta ciudad era el primer lugar grande tras Highorn. Supusimos que el bullicio y el buen comercio favorecerían que alguien parase para equiparse y luego pudiese pasar desapercibido. Nos encontramos con un gran problema, pues no sabíamos por dónde empezar; por fortuna contábamos con las habilidades de Mudo —hasta este momento, y dada su constante reticencia a hablar, sabíamos poco o nada de sus talentos, salvo que dedicó su juventud a estudiar la magia— fue capaz de adivinar de algún modo arcano cuáles serían sus primeros pasos.

            A toro pasado puede parecer evidente, pero en aquel momento no teníamos tan claras sus prioridades; guiados por la clarividencia de Mudo, decidimos poner dirección al mejor lupanar de todo Crossroads. A desgana oculté mi sobrevesta y preferí montar guardia a la puerta. Haber luchado por el honor de mi hermana y tener una madre fuerte, así como cierto orgullo de guerrero, hacen que no me gusten las prostitutas. Por otro lado, considero que alguien de buena familia no debe frecuentar esos lugares; aunque lo hagan, claro.

            Así fue cómo conocí a un mandingo, que como yo montaba guardia a la puerta, un plebeyo acostumbrado a usar un lenguaje burdo y con un abuso absoluto de la confianza en los extraños; ignoré sus chanzas con paciencia. Desconozco lo que sucedió allí dentro, pero en un momento se hizo llamar a un buen numero de profesionales. Más tarde, la regente del lugar fue al mercado a por una gran cantidad de fruta. Quiero suponer que esto puso sobre aviso a mis compañeros, aunque me temo que fueron otros los motivos para necesitar tal cantidad de servicios.

            Tras todo esto, Scalda salió y nos dispusimos a reunir información en otro lugar. Mientras buscábamos alguna pista por el mercado, los ruidos de una reyerta nos interrumpieron incluso antes de que pudiésemos iniciar nuestras indagaciones. Corrimos hasta el lugar, donde una muchacha de apenas dieciocho años se desangraba en el suelo. Elegido y Mudo habían sido detenidos como presuntos responsables. Por desgracia, el golpe que le habían asestado fue tal que para cuando logré atenderla ya era demasiado tarde y su alma, al morir en combate, iba camino de Valhalla.

            En un primer momento sospechamos que la joven era el cambia formas, pero el examen póstumo que realicé lo descartaba totalmente. En este momento, y estando en el hogar de mis dioses, resultaba evidente que Loki disfrutaba viendo cómo un elegido de su padre se convertía en un asesino de inocentes. Mientras velaba por el cadáver, Scalda ideó un ardid con el que liberar a nuestros compañeros. Fue tan elegante en su ejecución y astuto en su plan que a partir de ahora sí considero que su nombre es relevante; Harald, así lo nombró su padre.

            Pese a todo, nuestros compañeros son gente de voluntad firme y Elegido tuvo que ser engañado para que aceptase la libertad. Por su parte, Mudo prefirió permanecer encarcelado. Por algún extraño motivo creía que aquel lugar le facilitaría encontrar su libro de conjuros robado. Cuándo se lo sustrajeron es algo que no está claro y no es relevante para lo que viene a continuación. La noche de ese mismo día, cuando nos disponíamos a un breve descanso antes de continuar nuestra investigación, un grupo de ladrones vino a nuestra posada.

            Heindall, siempre vigilante, hizo nuestro sueño ligero y nuestro oído agudo. Y los sutiles pasos de aquellos pícaros que pretendían robarnos nos pusieron sobre alerta, por lo que pasamos a la acción. Protegí a nuestro buen posadero mientras mis compañeros reducían en pocos latidos a los asaltantes. Capturando a uno de ellos, Elegido —que como buen guerrero sabe ganar una batalla sin blandir su arma— doblegó su voluntad y supo sonsacarle quién los enviaba. Este desliz era la clave para localizar al cambia formas.

            Aquí surgió un terrible problema. El embuste de Harald daba por muerto al cambia formas, cuando no era así. Para cubrir su rastro, el astuto truhan se había echo pasar por el mandingo del que hablé con anterioridad. Elegido, creyendo compinchado con nuestro perseguido fue con toda la fuerza de quien hace justicia, pero no era así. El mandingo resultó ser un bailarín, de echo ni el arma con la que montaba guardia era real. No negaré que no me pareció adecuado que la situación le recordase su lugar, pero me vi obligado a romper mi silencio.

            Hasta el momento simplemente no había sacado de su engaño a Elegido; la premura de la situación y no ser consultado en ningún momento me ahorraron el tener que mentir. Cansados, regresamos a la posada, donde Elegido volvió a interrogar al bribón que pretendió robarnos. Esta vez le sonsacó dónde encontrar a su jefe. Planeamos el día siguiente y, en un acto de piedad que solo un hombre de gran corazón haría —Elegido— liberó y dio un dinero a aquel ladrón para que pudiese reencauzar su vida. Yo, conocedor de los de su calaña, habría sido menos generoso.

            A primera hora solicité audiencia con el jefe de la guardia de Crossroads, de nombre sir Ander. Me alegró tratar con un igual; la conversación fue rápida y razonable. Sin perder el tiempo en pormenores se puso bajo mi custodia a Mudo. Como muestra de agradecimiento hice un pequeño donativo, algo simbólico, para que la guardia pudiese renovar su equipo. Como ya he dicho antes, Mudo es poco hablador y cuando habla no es para ser agradable precisamente; había recuperado su libro y preguntó por algo que desconocía.

            En esta parte, por razones de privacidad, no seré muy preciso, pero logramos reunirnos con el señor del gremio de ladrones, alguien realmente profesional. Su moral podría ser discutible, pero su ética laboral era intachable. Sin embargo, las tensiones acumuladas se cobraron la frágil unión entre Elegido y Mudo; jurándose enemigos irreconciliables se separaron. Tras apañar un acuerdo con el líder gremial calló la noche y acabamos por tener una reunión bastante tensa con el cambia formas.

            No era otra cosa que un tiflin; astuto, eso sí, pero con demasiados lazos pendientes.

            Desesperado, trató de comprarnos un pergamino mágico que abandonó a su suerte en las ruinas élficas, pero Harald nos había advertido del peligro que suponían aquellos pliegos así que con un hechizo lanzado al aire y una negativa en firme la reunión acabó. Resultaba evidente que sin el pergamino se consumiría y los pactos realizados devorarían su alma. En mi opinión, aquella criatura era un cadáver en vida y ayudarlo a morir poco antes no sería justo, pues su desgracia era un gran ejemplo de lo que no debe hacerse.

            Elegido había hablado con la madre de la joven. La culpa del asesinato caía sobre sus hombros al punto de encorvarlo y cegar su poca razón. Dispuesto a resucitarla o, al menos, intentarlo, alquiló una carreta y se encaminó a Highorn. Según se decía, Vultan Tumbalomas era capaz de devolver la vida a los muertos. Pero como es evidente un desgraciado accidente no es suficiente para que magia tan poderosa sea conjurada. Totalmente derrotado, Elegido tomó la decisión de buscar por su cuenta una forma de derrotar al temible dragón rojo.

            Con la palabra de buscarlo si encontraba el medio y una carta con la que mi familia le ayudaría en una ocasión, volví a Crossroads para celebrar la cremación de la joven. De poco sirvieron mis palabras de aliento y mis mentiras piadosas de que la joven no deseaba volver porque ahora bebía junto al gran padre tuerto. Antes de regresar al gremio de aventureros tuve un encuentro con el líder gremial, menos tenso; me pareció la persona adecuada para solventar los problemas de asaltantes en las rutas familiares.

            Entiendo que los negocios pueden implicar mancharse las manos; tratar con esta gente no me resulta un problema, es un sacrificio que hago por mi familia. Como cuando juegue mi dignidad y futuro en una liza bastón en mano. Lo que me supo mal es el egoísmo que vi en aquellos dos hombres, incapaces de respetarse o entenderse, ya no se hable de cooperar. Entiendo que este camino lo recorro para prepararme para ese combate a bastón, pero veo lo lejos que se encuentran muchos de las enseñanzas de mi patrón, Tyr, y no puedo evitar sentirme algo alicaído.

Nota: La idea original, así como los personajes que no son Arem no me pertenecen. Esto la adaptación de una partida de rol.

viernes, 17 de octubre de 2014

Transportista

            Las luces del velocímetro se iluminaban sucesivamente. La bestia V10 impulsaba el vehículo salvajemente. El juego de pedales, bajar una marcha y tomar las curvas mientras los neumáticos hacían saltar el agua acumulada en el asfalto; eso era vida. Su corazón latía con las revoluciones del motor mientras su melena ondeaba al viento.

            Le gustaba la acción y no sería la primera vez que su afición por las máquinas caras la llevaba a trabajar como transportista. No disfrutaba especialmente con la violencia, pero sabía disparar y apañárselas en una pelea; ser discreta y nunca preguntar más de lo necesario la convirtieron en una profesional.

            Su contacto la había citado para un nuevo encargo. Era puntual y un tanto estirado para su gusto, pero desde luego ambos formaban un gran equipo. Disfrutando de un buen café, hojeó un periódico desde sus gafas inteligentes. Cuando tuvo la información y la mercancía, se puso en marcha. Conectó la memoria a sus gafas y vio la dirección de entrega.

            Asegurándose de que nadie miraba, escondió el paquete en un doble fondo de su coche de trabajo y comenzó la ruta. Atravesaría el país, así que cargó los datos en el ordenador de abordo. El viaje era tranquilo, tras un par de paradas para comer e hidratarse alcanzó un hostal donde hizo noche antes de seguir.

            El día siguiente se truncó; la seguían. Trató de dejarlo atrás sin llamar la atención, mas todo se abalanzó sobre ella con creciente velocidad. Las calles eran estrechas y las maniobras se complicaron, hasta el punto que el otro vehículo provocó un accidente. De él se apeó un hombre bien pertrechado y, sin mediar más palabra, sustrajo la carga, ahora expuesta, del vehículo.


            —Gracias por el servicio —y le arrojó un sobre con dinero.

domingo, 12 de octubre de 2014

Salud

            Se acomodó sus gafas de sol y arrancó la marcha; hacía unos meses que se había decidido a correr todos los días —tras buscar un terreno adecuado, pues sabía que el asfalto acabaría por lastimar sus rodillas—.

            Era una tarde realmente agradable, el sol calentaba y una suave brisa mecía los arboles. Se detuvo a hidratarse y vio el espectacular horizonte; el océano se extendía eterno, con la silueta de algún barco en la lejanía y las gaviotas volando en lo alto.

            Reanudó la marcha, hoy se notaba rebosante de energía. Comprobó sus pulsaciones y todo era correcto, el trabajo daba su fruto y su cuerpo respondía al ejercicio. Con el ánimo renovado por lo agradable del día terminó su ruta.

            Subió hasta su piso y se dio una placentera ducha, se vistió, mandó un mensaje por un chat de grupo y se fue hasta la cafetería donde trabajaba una amiga. Allí hizo tiempo mientras esperaba al resto del grupo y al cierre se fueron los cinco camino del cine.

            Subieron al coche de uno de ellos, llegaron a tiempo de cenar y entrar a la ultima sesión. Tras la película salieron de buen humor, se acercaron a la zona de bares para beberse una cerveza y comentar cómo les había ido la semana.

            Los primeros en irse fueron la parejita del grupo y quien tenía el coche, ya que estaba aburrido y el no ir a beber lo desanimó a seguir la fiesta. Quedaron quien protagoniza el relato y su amiga la camarera. Fueron por los bares de siempre, bebieron de más y acabaron por besarse en uno de ellos.

            La fiesta siguió y el alcohol no era suficiente; entre besos y tiros de coca acabaron en la cama. El sexo salvaje, impulsado por la droga, los mantuvo despiertos toda la noche.

martes, 7 de octubre de 2014

Diario de aventura

            Yo, Arem Holf, me comprometo a que todo lo narrado aquí es veraz y, si algo falta a ello, es porque he sido víctima de un engaño o mala interpretación de los sucesos.

Segunda jornada.

            Así fue como el grupo partió tras el silencioso Mudo. A decir verdad, el valeroso pero algo impulsivo Elegido tuvo un desaire con él. Esto ocurrió porque, fiel a las tradiciones, Elegido pretendió saber el nombre de Mudo —como resulta evidente, una nimiedad al tratarse de plebeyos—, mientras que su carácter retraído lo llevó a no presentarse de la forma adecuada. Yo, Arem Holf, más versado en el trato con gentes de todo tipo, logré que ambos tomasen la misma ruta en armonía.

            Algo rezagados por el debate sobre la corrección en los modales, dimos alcance a parte del grupo que se había adelantado en busca de un lugar donde hacer noche evitando así peligros innecesarios. He de suponer que el Bravo fue quien eligió, con poco atino para nuestra causa, el lugar. Se trataba de Greenhill, donde se encuentra la mayor biblioteca de la región.

            El asunto es que sus habitantes disfrutaban de un lánguido, extenso y algo atolondrado asueto tras el duro esfuerzo del estudio. Como ya he comentado, el Bravo parecía salido de aquel tipo de situaciones, así que sin perder tiempo se aseguró de calmar la sed del viajero y, con la sabiduría de un hombre de mundo, se empapó de la cultura local.

            En lo personal preferí no perderme en densos debates filosóficos como los que allí se celebraban y me limité a dormir para estar fresco al día siguiente. Dado que mis compañeros, inconscientes de la importancia de un buen descanso, habían bebido algo más de lo adecuado me vi en la tesitura de recogerlos mal durmiendo por las calles u ofendiendo la generosidad de las mujeres del lugar; ese Sarraceno casi causa un altercado.

            Dado que el resto del viaje hasta Highorn discurrió sin grandes problemas, recuperamos fuerzas en el poblado y luego subimos hasta la fortaleza, siempre con el Muro y, por tanto, las Tierras Muertas a nuestra izquierda —cualquiera que diga no sentirse vulnerable en esas latitudes, miente—, así que reuniendo nuestro fiero temple llegamos a las puertas de la fortaleza enana, grandiosa y regia como le corresponde.

            Allí fuimos recibidos por el buen y devoto siervo de Moradin, Vultan Tumbalomas —no había visto a muchos enanos hasta ese día, pero en presencia de Vultan comprendí por qué afirman que fueron forjados por su eterno padre—. Fuimos escoltados hasta la entrada de aquellas ruinas élficas.

            Antes de continuar cabe destacar que un grupo de insensatos y miembros del gremio había entrado poco tiempo antes que nosotros, era evidente que nuestra misión ahora no solo era de exploración, sino de rescate.

            Enardecidos por la situación, descendimos al interior de aquel pérfido lugar, donde no tardamos en encontrar los restos del primer grupo; todos muertos de formas que buscaban una satisfacción personal en su asesino. Finalmente, encontramos a una mujer. Como es sensato, la sometimos a un estudio mágico, el cual reveló que estaba afectada por un hechizo de transmutación —ya en este instante el Scalda, el Sarraceno y yo vimos que aquello debía tratarse de una trampa—. Pero el Elegido, privado de la sabiduría de su patrón, decidió sacarla de aquel lugar confiándola a Vultan.

            Gastamos un buen tiempo en explorar el resto del lugar: un pasillo cubierto por saeteras mágicas nos obligó a arrastrarnos para salvar su fuego; tras ese atolladero, una sala circular contenía un amplificador mágico, arcano, que conectaba con un portal desconectado en ese momento. En la sala circular dimos con una puerta oculta que los brazos del Bravo abrieron a golpe de pico.

            Lo que nos deparaba la cámara inferior marcaría los días venideros. Allí, dormida en una cama con dosel, estaba la verdadera mujer —y no la que poco antes había liberado el Elegido—. Apurando el paso corrimos a prevenir a Vultan, quien guiado por su buen corazón la había dejado marchar creyéndola libre de toda sospecha. Se nos impidió el paso, debíamos finalizar la exploración.

            Las cámaras inferiores daban a un largo pasadizo que culminaba en una capilla en honor a Pelor cubierta por las más fuertes custodias. Tras sus puertas se encontraban las Tierras Muertas, un lugar realmente lúgubre. Volvimos a cerrar las puertas y nos aseguramos de afianzarlas lo mejor que pudimos.

            Como es de suponer, unas ruinas élficas siempre guardan una sorpresa —por lo general, desagradable—. Allí, una cámara de tortura se mostraba ante nosotros; dos de sus habitantes habían mal vivido hasta el punto de perder la cordura y convertirse en menos que la sombra de dos hombres.

            El debate ético parecía claro; en ese estado lo más digno era darles la muerte, pero el Bravo, de malos modos y amenazando con dársela a quien les hiciera daño, los sacó de allí —es evidente que la razón no lo acompaña para cometer semejante despropósito—. Poco quedaba para que entendiese por qué el Ausente era acusado de herejía.

            Los regios enanos nos permitieron la salida. Mientras informábamos a Vultan de los hechos, el Ausente tuvo la osadía de faltarle al respeto en al menos dos ocasiones y de desoír las sabias palabras con las que nos aconsejaba.

            Aquí el grupo se dividió en dos: el Bravo, el Ausente y el Sarraceno fueron a buscar un lugar donde cuidarían de los dementes —válgame esa cruel piedad como ejemplo de su insensatez, privarlos de una muerte digna para dejar que padezcan los males de Loki hasta el fin de sus días—; el resto del grupo, más dispuestos a lidiar con los temas urgentes, fuimos tras el rastro de la criatura que fue liberada por el Elegido.

            Como es evidente, alguien capaz de cambiar su aspecto a voluntad no había dejado rastro alguno en Highorn, así que sin perder más tiempo tomamos el único camino del lugar tratando de darle alcance.

            De nuevo la ardiente sangre del Elegido lo volvió impulsivo, arrancó al trote y se perdió frente a nosotros. Horas más tarde lo encontramos mal herido e inconsciente —a un ojo poco versado en la cultura de Orenheim se le escaparían las evidencias que allí vi— rodeado de los cadáveres de tres lobos. Usé las artes que me concede el gran Tyr para sanarlo.


            Es evidente que Fenris estaba decidido a truncar la sagrada misión encomendada al Elegido y que Odin, como gran padre, había concedido la victoria a su ungido; pero no sin dejarle un recuerdo de que debía ser más cauto en el futuro.

 Nota: La idea original, así como los personajes que no son Arem no me pertenecen. Esto la adaptación de una partida de rol.

jueves, 2 de octubre de 2014

Compañeros

            —Puedo oírlo todo, hasta el crepitar de aquel cigarrillo —señaló al otro lado de la cafetería—. Puedo verlo todo, los rasgos de quien mira en aquella ventana —miró a lo alto.

            Su interlocutor siguió la mirada, mas el cristal medio empañado no le dejaba ver si realmente había alguien allí. Se encogió de hombros y bebió un sorbo de su café; el cyborg le daba escalofríos. Hacía poco que trabaja con él y habían quedado para charlar sin la presión que supone el puesto de trabajo, pero se mostraba igual de taciturno que durante el servicio.
            —Me recuerdas a una canción de los Who: “I can see for miles, and miles, and miles...” —Alberto se obligó a sonreír.
            —Es gracioso, era la canción con la que anunciaban mis implantes oculares —una leve sonrisa apareció en los labios del cyborg—. También tengo aumentado el olfato; entre nosotros, es muy útil para elegir buenos restaurantes o, como ahora, cafeterías. Me encanta el café ¿a ti no?
            —Claro ¿a quien no? —Alberto sonrió aliviado viendo cómo su compañero dejaba a un lado su actitud reflexiva.

            Se produjo un silencio y antes de que alguno pudiera romperlo sus teléfonos sonaron. Los llamaban desde Central, acababan de recibir un aviso de un supuesto tiroteo y debían ir hasta allí a investigar lo sucedido.

            —Voy a por el coche, ve pagando los cafés.

            Alberto se dirigió a la barra mientras su compañero salía por la puerta. La llamada era extraña; de tratarse de un tiroteo en marcha llamaría al grupo especial de operaciones, de haber finalizado el trabajo correspondía a la policía científica y, si no se sabía la situación, simplemente a la patrulla más cercana.
            Cuando subió al coche le expresó sus dudas a su compañero, quien se limitó a hacer una mueca y a conducir hacia la dirección indicada. No tardaron en llegar; la gente comenzaba a arremolinarse por la zona y un par de patrullas habían acordonado la zona.
            —¿Resuelve esto tus dudas?
            —Supongo —respondió Alberto sacando una pequeña libreta.

            Los cristales cubrían buena parte del lugar, las luces de neón chisporroteaban entre zumbidos, los agujeros de bala cubrían ambos lados de la calzada, muros y coches por igual presentaban un nutrido grupo de ellos. Tras uno de los vehículos un par de cuerpos cubiertos por sendas mantas.

            —Los forenses están de camino —les informó una mujer de uniforme.

            Entre todos los destrozos encontraron casquillos del .45ACP del lado sin cuerpos y 9x19 mm junto a los cuerpos y las respectivas armas.

            —A juzgar por las agrupaciones y la cantidad de disparos efectuados han usado algún tipo de subfusil —comentó el cyborg.
            —Hace tres años desapareció un cargamento de Super V en el puerto —Alberto se había puesto unos guantes y comprobaba las carteras de los muertos—. Parece que nuestros amigos eran de los Puristas.
            —¿Ese grupo que neutraliza implantados por las calles? No esperes que me den mucha pena, son asesinos.
            —Como quienes les han dado muerte.
            —Claro, dos errores no hacen un acierto —el cyborg olfateó el aire—. Tengo un rastro, vamos.

            Guiados por los sentidos aumentados del hombre máquina, apuraron el paso por un grupo de calles estrechas que bajaban hasta lo que fue el paseo marítimo; el deshielo lo había anegado, las calles estaban cubiertas por agua, barro y los escombros de una barriada casi abandonada.

            Allí no les fue difícil encontrar unas huellas recientes, dos juegos de pisadas que los llevaron hasta un hotel abandonado. Los cristales que se conservaban estaban verdes y las diferentes mareas acumulaban en el recibidor toda índole de desperdicios; el olor a podrido se hizo insoportable.

            Alberto se cubrió con un pañuelo y su compañero no pareció inmutarse; había desenfundado su arma y comenzaba a subir por las escaleras dispuesto a localizar a quien había cometido el doble asesinato. Hizo lo propio y fue tras él para cubrir sus espaldas.

            Las pisadas subían dos pisos más, pero el barro terminaba antes del segundo piso, así que las huellas pasaron a ser pisadas que se difuminaban a cada escalón subido. La moqueta del lugar había dejado de ser roja para tener un tono indeterminado y mostraba abundantes desgarrones.

            El cyborg levantó la mano dando el alto, se asomó para estudiar el piso y, por señas, indicó que se separasen para rodearlo. Alberto asintió, se aseguró de tener una bala en la recámara y tomó el lado izquierdo de la planta.

            Caminó con pasos leves y cercano a la pared; apenas hacía ruido y así alcanzó una puerta entreabierta. Con cuidado se deslizó dentro. Una segunda puerta comunicaba con la habitación contigua y podía oír una respiración agitada al otro lado.

            Salió al balcón; la mampara que separaba ambas habitaciones había sido arrancada por el viento y pudo pasar sin ser advertido. Dentro vio apostado a un cyborg completo de aspecto femenino.
            Se los conocía como completos porque habían sustituido el 90% o más de su cuerpo por partes mecánicas; el aspecto femenino poco tenía que ver con el cuerpo natural del sujeto. Como había sospechado, empuñaba una de las Super V perdidas hacía unos años.

            Aseguró su arma y apuntó:

            —¡Alto, policía! ¡Baje el arma, ahora!

            La cyborg lo miró con dos luces verdes por ojos y disparó contra Alberto con una velocidad y precisión propia de los modelos militares.

            Dos minutos después su compañero entraba; no estaba herido de gravedad, pero la bala le atravesaba el hombro. El cyborg recogió el arma de Alberto y corrió tras la atacante, el olor a pólvora lo guió hasta el tejado. Allí arriba salió al exterior con precaución, el aroma marítimo, los graznidos de las gaviotas y una brisa salada lo recibieron. Vio un destello verde por el rabillo de su ojo y disparó; un compañero herido, el tiempo de dar el alto ya había pasado.

            Corrió de cobertura en cobertura y, finalmente, acorraló a la cyborg completa, antes de poder disparar una segunda apareció a su izquierda.

            Llovieron las balas en aquella tarde de verano.